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“Que un tal alejamiento de la realidad e irreflexión en uno, puedan generar más desgracias que toda la maldad intrínseca del ser humano junta, eso era de hecho la lección que se podía aprender en Jerusalén”.
Esa es la lección que pudo aprehender Hannah Arendth en Jerusalén al observar a uno de los mayores responsables por la muerte de millones de personas durante el nazismo.
Es decir, no es tanto la maldad de unos, la principal responsable de la peores catástrofes de la humanidad, cuanto la ignorancia, la irreflexión y la banalidad con que se actúa en determinadas situaciones.
Y lo peor en los hechos de exterminio no está tanto en el imaginar a estos responsables como grandes demonios con cuernos en su frente como en olvidar que también son buenos abuelos y padres generosos.
Llegado el momento, el botón que libere la bomba lo puede apretar cualquiera. Solo hace falta un dedo, sea este el perteneciente a un gran abuelo, a un reciente padre orgulloso de su procreación o al de un cura que acaba de pronunciar su mejor sermón acerca de la maldad humana.
Las peores consecuencias para la humanidad, posiblemente no provengan tanto de hechos voluntarios y premeditados con extrema maldad, como del producto de un engranaje que actúa con perfecta sincronicidad, separando las causas de las consecuencias y borrando la responsabilidad que a cada uno le cabe dentro del mismo.
Borrar al “ser humano” que existe atrás de estos dictadores como Videla es parte del engaño, es el alejamiento de la capilaridad con que el sistema actúa reproduciendo las condiciones de exterminio que se viven a diario en nuestras sociedades. Es olvidar que si estos dictadores o genocidas fueron posibles, ello fue también gracias a muchos abuelos y padres de familia que, directa o indirectamente, los apoyaron sin necesidad de hacerse cargo, o siquiera mencionar o permitirse pensar, que estos hechos tan terribles estuvieran ocurriendo.
La “familia feliz” como imagen siempre va a ser parte de una tensión de difícil sutura, principalmente después de Auschwitz o de la desaparición forzada de personas (cuando "la poesía ya no es posible").
Esa es la lección que pudo aprehender Hannah Arendth en Jerusalén al observar a uno de los mayores responsables por la muerte de millones de personas durante el nazismo.
Es decir, no es tanto la maldad de unos, la principal responsable de la peores catástrofes de la humanidad, cuanto la ignorancia, la irreflexión y la banalidad con que se actúa en determinadas situaciones.
Y lo peor en los hechos de exterminio no está tanto en el imaginar a estos responsables como grandes demonios con cuernos en su frente como en olvidar que también son buenos abuelos y padres generosos.
Llegado el momento, el botón que libere la bomba lo puede apretar cualquiera. Solo hace falta un dedo, sea este el perteneciente a un gran abuelo, a un reciente padre orgulloso de su procreación o al de un cura que acaba de pronunciar su mejor sermón acerca de la maldad humana.
Las peores consecuencias para la humanidad, posiblemente no provengan tanto de hechos voluntarios y premeditados con extrema maldad, como del producto de un engranaje que actúa con perfecta sincronicidad, separando las causas de las consecuencias y borrando la responsabilidad que a cada uno le cabe dentro del mismo.
Borrar al “ser humano” que existe atrás de estos dictadores como Videla es parte del engaño, es el alejamiento de la capilaridad con que el sistema actúa reproduciendo las condiciones de exterminio que se viven a diario en nuestras sociedades. Es olvidar que si estos dictadores o genocidas fueron posibles, ello fue también gracias a muchos abuelos y padres de familia que, directa o indirectamente, los apoyaron sin necesidad de hacerse cargo, o siquiera mencionar o permitirse pensar, que estos hechos tan terribles estuvieran ocurriendo.
La “familia feliz” como imagen siempre va a ser parte de una tensión de difícil sutura, principalmente después de Auschwitz o de la desaparición forzada de personas (cuando "la poesía ya no es posible").
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